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El funicular

Divagando entre varias cervezas y un té irlandés

Divagando entre varias cervezas y un té irlandés DIONISIO. ¡Claro! De día se verán más lucecitas...
DON ROSARIO. No. De día las apagan.
DIONISIO. ¡Qué mala suerte!
DON ROSARIO. Pero no importa, porque en su
lugar se ve la montaña, con una vaca encima muy
gorda que, poquito a poco, se está comiendo toda la
montaña...
DIONISIO. ¡Es asombroso!
DON ROSARIO. Sí. La Naturaleza toda es asom-
brosa, hijo mío (Va ha dejado DIONISIO la sombrerera
junto a las otras. Ahora abre la maleta y de ella saca
un pijama negro, de raso, con un pájaro bordado en
blanco sobre el pecho, y lo coloca, extendido, a los
pies de la cama. Y después, mientras habla DON RO-
SARIO, DIONISIO va quitándose el gabán, la bu-
fanda y el sombrero que mete dentro del armario.)
Esta es la habitación más bonita de toda la casa...
Ahora, claro, ya está estropeada del trajín... ¡Vienen
tantos huéspedes en verano!... Pero hasta el piso de
madera es mejor que el de los otros cuartos... Venga
aquí... Fíjese... Este trozo no, porque es el paso y ya
está gastado de tanto pisar... Pero mire usted debajo
de la cama, que está más conservado... Fíjese qué
madera, hijo mío... ¿Tiene usted cerillas?
DIONISIO. (Acercándose a DON ROSARIO.) Sí.
Tengo una caja de cerillas y tabaco.
DON ROSARIO. Encienda usted una cerilla.
DIONISIO. ¿Para qué?
DON ROSARIO. Para que vea usted mejor la ma-
dera. Agáchese. Póngase de rodillas.
DIONISIO. Voy.
(Enciende una cerilla y los dos, de rodillas,
miran debajo de la cama.)
DON ROSARIO. ¿Qué le parece a usted, don Dioni-
sio?
DIONISIO. ¡Que es magnífico!
DON ROSARIO. (Gritando.) ¡Ay!
DIONISIO. ¿Qué le sucede?
DON ROSARIO. (Mirando debajo de la cama.) ¡ Allí
hay una bota!
DIONISIO. ¿De caballero o de señora?
DON ROSARIO. No sé. Es una bota.
DIONISIO. ¡Dios mío!
DON ROSARIO. Algún huésped se la debe de haber
dejado olvidada... ¡Y esas criadas ni siquiera la han
visto al barrer!... ¿A usted le parece esto bonito^
DIONISIO. No sé qué decirle...
DON ROSARIO. Hágame el favor, don Dionisio.
A mí me es imposible agacharme más, por causa de la
cintura... ¿Quiere usted ir a coger la bota?
DIONISIO. Déjela usted, don Rosario... Si a mí no
me molesta... Yo en seguida me voy a acostar, y no le
hago caso...
DON ROSARIO. Yo no podría dormir tranquilo si
supiese que debajo de la cama hay una bota... Lla-
maré ahora mismo a una criada.
(Saca una campanilla del bolsillo y la hace
sonar.)
DIONISIO. No. No toque más. Yo iré por ella.
(Mete parte del cuerpo debajo de la cama.) Ya está.
Ya la he cogido. (Sale con la bota.) Pues es una bota
muy bonita. Es de caballero...
DON ROSARIO. ¿La quiere usted, don Dionisio?
DIONISIO. No, por Dios; muchas gracias. Déjelo
usted...
DON ROSARIO. No sea tonto. Ande. Si le gusta,
quédese con ella. Seguramente nadie la reclamará...
¡Cualquiera sabe desde cuándo está ahí metida '
DIONISIO. No. No. De verdad. Yo no la nece-
sito...
DON ROSARIO. Vamos. No sea usted bobo...
¿Quiere que se la envuelva en un papel, carita de
nardo?
DIONISIO. Bueno, como usted quiera...
DON ROSARIO. No hace falta. Está limpia. Méta-
sela usted en un bolsillo. (DIONISIO se mete la bota en
un bolsillo.) Así...
DIONISIO. ¿Me levanto ya?
DON ROSARIO. Sí, don Dionisio, levántese de ahí,
no sea que se vaya a estropear los pantalones...
DIONISIO. Pero ¿qué veo, don Rosario? ¿Un telé-
fono?
DON ROSARIO. Sí, señor. Un teléfono.
DIONISIO. Pero ¿un teléfono de esos por los que
se puede llamar a los bomberos?
DON ROSARIO. Sí, señor. Y a los de las Pompas
Fúnebres...
DIONISIO. ¡Pero esto es tirar la casa por la ven-
tana, don Rosario (Mientras DIONISIO habla, DON RO-
SARIO saca de la maleta un chaquet, un pantalón
y unas botas y ¡os coloca dentro del armario.) Hace
siete años que vengo a este hotel y cada año encuen-
tro una nueva mejora. Primero quitó usted las moscas
de la cocina y se las llevó al comedor. Después las
quitó usted del comedor y se las llevó a la sala. Y el
otro día las sacó usted de la sala y se las llevó de
paseo, al campo, en donde, por fin, las pudo usted dar
esquinazo... ¡Fue magnífico! Luego puso usted la
calefacción... Después suprimió usted aquella carne
de membrillo que hacía su hija... Ahora el teléfono...
De una fonda de segundo orden ha hecho usted un
hotel confortable... Y los precios siguen siendo eco-
nómicos... ¡Esto supone la ruina, don Rosario...!
DON ROSARIO. Ya me conoce usted, don Dioni-
sio. No lo puedo remediar. Soy así. Todo me parece
poco para mis .huéspedes de mi alma...
DIONISIO. Pero, sin embargo, exagera usted... No
está bien que cuando hace frío nos meta usted bote-
llas de agua caliente en la cama; ni que cuando
estamos constipados se acueste usted con nosotros
para darnos más calor y sudar; ni que nos dé usted
besos cuando nos marchamos de viaje. No está bien
tampoco que, cuando un huésped está desvelado,
entre usted en la alcoba con su cornetín de pistón e
interprete romanzas de su época, hasta conseguir que
se quede dormidito... ¡Es ya demasiada bondad...!
¡Abusan de usted...!2.
DON ROSARIO. Pobrecillos... Déjelos..., casi to-
dos los que vienen aquí son viajantes, empleados,
artistas... Hombres solos... Hombres sin madre...
Y yo quiero ser un padre para todos, ya que no lo
pude ser para mi pobre niño... ¡Aquel niño mío que se
ahogó en un pozo...! (Se emociona.)
DIONISIO. Vamos, don Rosario... No piense usted
en eso...
DON ROSARIO. Usted ya conoce la historia de
aquel pobre niño que se ahogó en el pozo...
DIONISIO. Sí. La sé. Su niño se asomó al pozo
para coger una rana... Y el niño se cayó. Hizo
«¡pin!», y acabó todo.
DON ROSARIO. Ésa es la historia, don Dionisio.
Hizo «¡pin!», y acabó todo. (Pausa doloroso.) ¿Va
usted a acostarse?
DIONISIO. Sí, señor.
DON ROSARIO. Le ayudaré, capullito de alhelí.
(Y mientras hablan, le ayuda a desnudarse, a ponerse
el bonito pijama negro y cambiarse los zapatos por
unas zapatillas.) A todos mis huéspedes los quiero, y
a usted también, don Dionisio. Me fue usted tan
simpático desde que empezó a venir aquí, ¡ya va para
siete años!
DIONISIO. ¡Siete años, don Rosario! ¡Siete años!
Y desde que me destinaron a ese pueblo melancólico
y llorón que, afortunadamente, está cerca de éste, mi
única alegría ha sido pasar aquí un mes todos los
años, y ver a mi novia y bañarme en el mar, y